Mi cocina y yo, una relación verdadera
A los veintitrés descubrí la tortilla con trufa pero la de cebolla la dominaba antes de saber quien era Marcel Proust
No aprendí a nadar hasta que tenía, al menos, veintitrés años pero cuando tenía ocho ya sabía cocinar. No hablo de meter unas tostadas en la tostadora, ni de untar un poco de paté de hígado de cerdo encima de una barra de pan cortada para bocadillo. Hablo de cocina seria: estofado de ternera, cocido, magdalenas caseras, lubina a la sal, lentejas con chorizo, huevos revueltos, caldo de pollo, macarrones boloñesa y natillas. A los veintitrés descubrí la tortilla con trufa pero la de cebolla la dominaba antes de saber quien era Marcel Proust. También sabía hacer el caramelo para el fondo de los flanes y preparar bechamel y mayonesa. Los huevos rellenos los manejaba a la perfección.
Se lo debo a mi madre, que todavía no ha aprendido a nadar pero me enseñó todo lo que sé sobre la cocina. Incluido que no hace falta tener una aparato para cada función y que la Thermomix no te enseña a cocinar. Este consejo me ha ahorrado un montón de dinero. Y no sólo de dinero, me ha ahorrado el bien más preciado del siglo en el que vivimos: espacio. Debido a que nunca he vivido en casas grandes, no he podido sentir la tentación de contradecir los consejos de mi madre pero, incluso ahora, que no vivo en una casa grande, pero sí en la más grande que he vivido, gracias a que optimizo la comida y los utensilios de cocina de la misma manera que una adicta a la moda optimiza las baldas de su vestidor, puedo preparar casi cualquier plato sin tener la cocina atestada de artilugios que lo único que harían sería estorbar y coger polvo. Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que ciertos aparatos, por ejemplo, una freidora de aire podría ser útil a la hora de preparar fritos de manera más saludable, la cuestión es cuánto cuesta y, sobre todo, cuanto ocupa esa prometedora freidora. Demasiado, me temo. Si me pongo a pensar no creo que haya frito nada en casa durante los últimos diez años, sin contar, claro está, las patatas para la tortilla, para lo cuál jamás utilizaría una freidora de aire, por muy escépticos que se muestren los adictos a este aparato. En mi opinión, no creo que exista una manera de preparar fritos de manera saludable. Prefiero, si tengo antojo, irme a un restaurante e hincharme a patatas fritas con croquetas, de esas, que cuando te las comes no sabes si son de jamón o de pollo porque saben igual. De esta manera evito el olor a pan rallado chamuscado en mi cocina, que en cierta forma, es mi templo.
Una cuestión diferente es la máquina para preparar pasta fresca, esa máquina me resulta imprescindible. No solo porque la vaya a usar a menudo, que no es el caso, sino porque tenerla me da una seguridad solo comparable a contar con un juego de ollas de hierro fundido de Le Creuset. Créeme, si tienes, al menos una de esas dos cosas, es imposible que la comida no te quede buena, aunque tu madre no te haya enseñado a cocinar. Sin embargo, ni la máquina de hacer pasta, ni el juego de ollas de Le Creuset son comparables con el microondas, que no tiene cabida en mi vida. El microondas es una aparato que me recuerda a las clínicas de rayos uva y no conozco a nadie que vaya a esas clínicas que tenga buen aspecto, ni siquiera cuando aseguran que solo van una vez a principios de verano. Esa gente es la misma que asegura solo comer fritos preparados en una freidora de aire. No confío en nadie que utilice una expresión tan contradictoria. Nadie en su sano juicio podría aprobar las palabras freidora y aire juntas. Tampoco confío en la palabra microondas, prefiero la comida fría que recalentada en un aparato de rayos uva.
Es posible que con los años me coma mis propias palabras pero, de momento, y después de haber tenido varios microondas y haberlos regalado, no creo que mi vida vaya por ese camino. Se lo debo a mi madre. Ella no me enseñó a preparar estofado cuando tenía ocho años para que ahora yo me convierta a la religión del microondas y la freidora de aire. Quizá también sea culpa suya que haya casi abandonado la natación para centrarme en lo importante, la lubina a la sal, su plato estrella. Y la pasta boloñesa y las magdalenas y el estofado. Creo que es el momento de volver a nadar pero prefiero comprar pantalones más grandes y platos más pequeños.
Tamara Tossi ©