Los ginecólogos modernos se parecen a los antiguos
Ir al ginecólogo es como volver a casa de tus padres. Es un lugar que huele a rancio e insecticida, te tratan como a una niña y nadie te pregunta qué opinas sobre el cambio climático
Haciendo gala de una profunda fe, pensé que durante los cuatro meses que llevaba sin visitar a un ginecólogo, algo habría cambiado en el mundo de los profesionales que se ocupan de hacer que las mujeres no muramos ni de un parto, ni de un cáncer de útero.
Al principio tuve mis dudas, me asustaba la posibilidad de volver a encontrarme a algún macho alfa, o a alguna hembra de vuelta de todo, que me dijera que mi visita no era motivo de consulta o que los síntomas que relataba eran inespecíficos. Sí, esta última expresión fue motivo de muchas de mis pesadillas durante algunos años de mi vida. Sin embargo, esta vez, al tratarse de un hospital privado que en internet presumía de tener el mejor servicio de ginecología de la ciudad, me aventuré a superar mis miedos y visitar la sala de urgencias, no sin antes comerme dos sándwiches de mascarpone y trufa de Isabel Maestre. Otra mujer en mi situación se hubiese tomado una copa de vino o media botella de whisky, pero a mí lo que me da fuerzas es la trufa. Son reminiscencias de una clase social a la cual no pertenezco y de una educación que está claro que no poseo, teniendo en cuenta que me presenté en el hospital vestida con un pantalón de seda que bien podría haber sido un pijama y una camiseta de algodón, igual a la que llevaría el hermano pequeño de Michael Jordan.
La enfermera que me cogió los datos me miró como si hubiese visto a un orangután. Tanto que me obligó a sacar de mi bolso un libro sobre budismo zen y colocarlo en el mostrador. La consulta prometía lo que decía internet. Se trataba de una sala amplia con cuarto de baño completo con jaboncitos incluidos. La ventana daba a un jardín y la camilla me recordó a la cama de tren en la que viajaba con mi madre durante los veranos de mi infancia. Estaba tan contenta con el jardín que casi no le di importancia al hecho de que el ginecólogo fuese un hombre. Me hubiese gustado que me preguntasen si, ya que me iba a tener que quitar la ropa interior, prefería que el médico fuese una mujer. Eso hubiese sido, sin duda, un avance en lo que al mundo ginecológico se refiere. Uno muy agradable. Pero teniendo en cuenta lo zen que resultaba la consulta y lo bochornoso que hubiese sido levantarme y decirle a la enfermera que pensaba que me había presentado en el hospital en pijama, que preferiría ser auscultada por una mujer, decidí sentarme en la cama de tren, abrirme de piernas e intentar concentrarme en el jardín mientras el médico cogía un aparato de plástico, le ponía tanto lubricante como para hacer que un bebé orangután saliese por mi vagina y lo introducía en mi cuerpo mientras tarareaba una canción que me sonaba familiar.
¿Dónde está el ovario derecho?, decía. Umm, haber, ¿dónde está? Sí, aquí tenemos el izquierdo pero, ¿dónde está el derecho?
Yo miraba el jardín.
Sí, sí, aquí está el izquierdo. ¿Posibilidad de embarazo?
No.
El ginecólogo apartó la cabeza de la pantalla mientras dejaba de tararear.
¿Por qué? ¿No tiene pareja estable?
Si por estable se refiere al matrimonio, sí, estoy casada.
Entiendo, dijo chasqueando la lengua.
¿Entiendo? ¿Qué es lo que entiende? ¿Qué quiere decir con ese chasqueo? Resulta molesto, irritante y maleducado, quise decir.
Todo está bien.
¿Bien? ¿A qué se refiere con que todo está bien? Vengo sangrando, es decir, hay algo que no va bien.
Un ovario se ha puesto a funcionar.
Me quedé un momento callada.
¿Qué quiere decir eso?
Quiere decir que todo está normal.
¿Normal? ¿Eso es lo que entiende usted por normal? ¿Eso es lo que hace que este hospital tenga el mejor servicio de ginecología? ¿Para eso le pagan?, me dije para mí misma mientras me levantaba de la camilla y me dirigía al cuarto de baño para lavarme las manos con un jaboncito y ponerme de nuevo mi pantalón de pijama y mi camiseta de hermano pequeño de Michael Jordan.
La única razón por la cual se le puede decir a una mujer que se está desangrando, que lo que le ocurre es normal, es que quien lo dice sea un hombre. Un hombre al que la vida, o la mala conciencia, le han obligado a estudiar ginecología. Un hombre que no sopesó el peso de su decisión o que no tuvo elección a la hora de elegir especialidad. En cualquier otro caso la palabra normal sería considerada tal y como suena: ordinaria, frágil e insultante. Tanto que cualquier otra mujer de una clase social mejor que la mía, se hubiese levantado de la camilla y le hubiese dicho a ese hombre que quizá el día que en la universidad les dieron una clase sobre la empatía se la perdió por estar en la cama con resaca. Lo normal, no es que una mujer se desangre sin ton ni son. No lo es aunque un hombre se empeñe en decir que lo es. No lo es porque si fuese así no habría hierro en el mundo para equilibrar los niveles perdidos en el cuarto de baño.
Parece ser que una puede estar un tiempo sin visitar la consulta de un ginecólogo que, cuando lo hace, vuelve a comprobar que ir al ginecólogo es como volver a casa de tus padres. Es un lugar que huele a rancio e insecticida, te tratan como a una niña y nadie te pregunta qué opinas sobre el cambio climático porque dan por hecho que no tienes una opinión.
Tamara Tossi ©
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