No se puede tener todo
Volvió con una canoa, una criada tahitiana y hablando algo de ruso debido a que la compañía de cruceros con la que viajaba era de Moscú
El Jardín del Príncipe es una urbanización construida entre dos carreteras que llevan al aeropuerto internacional de un lugar al que llamaré Stanley. La urbanización está organizada en cinco calles iguales, a cuyos lados, las casas de ladrillo rojo se acumulan como piezas de lego organizadas por un adulto con síndrome obsesivo compulsivo. En una de esas casas de tres plantas con un jardín rectangular en la entrada y algunas bolsas de basura disimuladas en casetas de madera simétricas en la parte de atrás, vive Vivian la mayor parte del tiempo, el resto del año está de crucero.
Vivian es, desde que le conozco, adicta a los cruceros de lujo. El primero que hizo fue allá por los años 2000, cuando todavía no tomaba colágeno ni hacía que removieran su sangre con una máquina industrial para inyectársela en la cara. Fue por la Polinesia Francesa. Volvió con una canoa, una criada tahitiana y hablando algo de ruso debido a que la compañía de cruceros con la que viajaba era de Moscú. Vi las fotos de ese crucero en el salón de su casa, desde donde apenas se veían las casetas de madera en las que Vivian guardaba la canoa, además de la sierra eléctrica que compró para cortar un árbol de la vecina que le interrumpía las vistas desde su habitación. Eso fue antes de comprar su propio barco.
Es tan pequeño que si quiero organizar una fiesta de cumpleaños tengo que dividir a los invitados en dos turnos, me dijo Vivian nada más comprarlo.
Lo vendió al año siguiente
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