Los pies en el barro
No sé donde viven los dioses pero puedo asegurar que no se parece al sitio que yo visité esa noche
Sálvese quien pueda. Eso es lo que recuerdo de la misa del gallo de la que voy a hablar hoy. No estoy segura de quien lo pronunció. Lo que sí que recuerdo con exactitud es la iglesia, las velas, el olor a incienso, las medias negras de mi madre, el confesionario, los bancos de madera brillante con sus reposapiés algo gastados y el vestido de ángel bordado en seda que me tuve que poner con ayuda de un monaguillo que se negó a darme la hora con su reloj nuevo. Fue la misa más larga de mi vida. Y no solo porque tuviese que mantener los brazos alargados en forma de cruz, sino porque mis pies parecían no tocar el suelo. Estaba lejos, muy lejos. En un lugar que no se parecía en nada al mundo terrenal y que sin embargo, no parecía un lugar divino. No sé donde viven los dioses pero puedo asegurar que no se parece al sitio que yo visité esa noche.
Era un prado verde oscuro lleno de olivos que crecían en una tierra tan seca como los codos del cura de mi pueblo en las fiestas de verano. Codos secos como higos, con grumos. Barro dejado al sol. La iglesia estaba a reventar y alguien grababa la escena con una cámara de vídeo negra. En las imágenes tengo los carrillos rojos y los ojos brillantes de fiebre divina. Ni mi padre ni mi madre aparecen en el vídeo pero sé que estaban allí. Al menos mi madre. A mi padre no le recuerdo pero quiero creer que estaba allí. Lo quiero hacer con la misma fidelidad que Ursula K. Le Guin profesó a Tolstói: «en todos estos años, desde que yo tenía catorce y lo leí por primera vez hasta que hube entrado en la cuarentena, estuve, por así decirlo, casada con Tolstói; fui una esposa fiel. Aunque por fortuna no debía copiar sus manuscritos seis veces a mano, leí y releí sus libros con placer y entusiasmo. Lo respetaba sin nunca preguntar o preguntarme si él, por así decirlo, me respetaba a mí.» Fue entonces cuando Ursula K. Le Guin empezó a no estar de acuerdo con la primera frase de Anna Karenina. «Tolstói sabía qué era la felicidad: lo rara, difícil de conseguir y complicada de conservar que es. Más aún, tenía la habilidad de describir la felicidad, un don poco frecuente que confiere a sus novelas buena parte de su extraordinaria belleza. No sé por qué negó ese saber en su famosa oración.»
En mi caso, tengo que decir que estoy de acuerdo con Tolstói. Nunca he conocido a una familia que no fuese infeliz de alguna manera. No es que piense, sin embargo, que la felicidad sea banal y aburrida. Quizá, sí que opino que la felicidad hace que nos pongamos un vestido bordado en seda sin plantearnos el subtexto. En este caso, las ficciones se parecen a las realidades, excepto por una característica: los hechos que se narran, aún a riesgo de considerarlos verdaderos, nunca existieron.
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