Lejos de París
Era posible imaginarse que alguien entraba por la noche a robar en la tienda de Hermès y una bala atravesaba la pared e iba a parar al hueco entre la cabeza de mi marido y la mía
La entrada de personal de Le Bon Marché está situada en una calle estrecha por la que apenas pasan unos cuantos coches durante el día y todavía menos durante la noche. Algo así debí pensar cuando alquilé un piso en una calle que no estaba lejos, la rue de Sèvres. El apartamento era una antigua portería con vistas a los cubos de la basura y cuya pared principal, la que unía el salón con la habitación, coincidía con la pared de la tienda Hermès situada en la rue de Sèvres.
Este pequeño dato no se me pasó por alto cuando decidí alquilarlo. Esa pared representaba todas las promesas de triunfos y sueños cumplidos. Era la representación de París, de lo que había ido a buscar allí. Significaba que estaba a punto de lograrlo. En ese momento no caí en la cuenta de que estar a punto no es lo mismo que haberlo conseguido. No supe ver que no puedes encontrar algo si no sabes lo que estás buscando.
Lo que estaba buscando tenía mucho que ver con ese apartamento: una habitación independiente, cocina americana y un salón en el cabía un sofá. Ese apartamento tenía hueco para colocar una secadora y un frigorífico doble y una mesa en la cocina y una alfombra y cortinas y en la ducha tenías que colocarte con la espalda encorvada. Las ventanas no solo daban a los cubos de la basura, la de la habitación daba al patio de vecinos y escuchabas las conversaciones en los apartamentos cercanos y a los niños tirando los juguetes de madera al suelo y al dueño de la inmobiliaria que nos alquiló el apartamento escuchando jazz y a su marido jugando con su Pomerania. Desde ese apartamento era posible imaginarse que alguien entraba por la noche a robar en la tienda de Hermès y una bala atravesaba la pared e iba a parar al hueco entre la cabeza de mi marido y la mía. Por suerte solo pasamos allí una noche.
La noche más larga de mi vida. La más agitada, infeliz, triste y desastrosa de todas las noches. Fuera llovía y el metro pasaba cada dos minutos al principio de la noche y puede que cada diez o doce cuando la lluvia se fue calmando. A la mañana siguiente alquilamos un guardamuebles. Nos mudamos a nuestro antiguo apartamento y durante un periodo de tiempo, que ahora parece indefinido, tuvimos que convivir con algunas de las cosas que no habíamos querido dejar en aquel cuarto oscuro situado en un polígono industrial que, por motivos de seguridad, alguien me recomendó no visitar sola. Entre las cosas que nos quedamos estaban un hervidor de agua que usaba para preparar infusiones, seis almohadas de plumas, un juego de toallas con una cenefa dorada y la alfombra de hilos plateados. Ver todas esas cosas en nuestro antiguo apartamento me producía una sensación de tranquilidad cercana a la calma. Todo estaba en su sitio, todo estaba en orden, la infusión de camomila reposaba en la mesilla junto a la ventana. Vivía en un estudio de veinte metros a cincuenta kilómetros de París pero tenía seis almohadas de plumas, tenía la alfombra. Desde la cama escuchaba a los pájaros cantar.
En caso de que haya alguien capaz de leer el futuro en unas gotas de lluvia o en el horario de los metros de París, a esa persona no le costaría interpretar que la lluvia o los trenes o los cubos de la basura o el Pomerania nos estaban intentando decir que debíamos buscar nuestro destino lejos de París, desde donde no se pueda leer el letrero del Le Bon Marché.
Tamara Tossi ©