La Ley de Murphy
Cuando Daniel llegó, a Olivia le habían hecho un lavado de estómago y estaba moviendo el rabo. Yo había pagado con la tarjeta de crédito
El día empezó mejor de lo habitual. Casi podía escuchar el sonido de los tambores de fondo. Las nubes tenían forma de caramelos de colores. El café sabía a chocolate y el zumo de espinacas me pareció un néctar de salud y bienestar. Para colmo, el día anterior había cenado una pizza fantástica. La mejor que he probado en mucho tiempo, probablemente, la mejor que he probado nunca.
La camarera me explicó que dejan que la masa fermente durante 72 horas.
La pizza que te estás comiendo la hicimos hace tres días, dijo.
El caso es que por la mañana estaba felizmente satisfecha por mi pizza de la noche, tanto que estaba a punto de ponerme a bailar alrededor de la mesa del salón cuando me di cuenta de que era tarde y tenía que sacar a pasear a Olivia. Ese fue el comienzo de la caída en desgracia de mi día. Los que piensan que pasear a un perro es agradable es que nunca han tenido perro, tienen un chihuahua al que puedes llevar en el bolso sin que toque el suelo o tienen un perro tan educado que los antiguos alumnos de Eton le saludan por la calle. El resto sabemos que pasear a un perro, en especial a una labradora de un año y medio, puede ser una auténtica tortura.
Al principio todo fue bien, nos encontramos al portero del edificio en la puerta y a Olivia se le escapó un poco de pis. Miré al portero y vi que no se había dado cuenta. Había caído en el hechizo, estaba mirando a Olivia con cara de enamorado. Le entendí y resistiéndome a caer yo también en el encantamiento barajé la posibilidad de subir a casa a buscar una fregona. Volví a mirar al portero. Sus ojos brillaban. Estaba claro, esa sensación tardaría un rato en abandonarle. Decidí que no limpiaría el pis. Era muy poco y estaba en la acera. Nadie se había dado cuenta y todavía me quedaba dar la vuelta a la manzana intentando evitar que Olivia se comiese algo del suelo, convencerle de que no podíamos quedarnos toda la tarde en el césped y engañarle para volver a casa.
Una vez en casa tendría que limpiarle las patas, quitarle el arnés y escribir un post it para acordarme de ponerle la pipeta antiparasitaria antes del paseo de la tarde. Todo eso quedó en nada en mismo momento en el que, después de cambiar de opinión, estaba terminando de limpiar la acera con una fregona cuando vi que Olivia tenía un plástico en la boca. Era una bolsa de plástico transparente que contenía trozos de pasta de chocolate cortados en cuadrados o hachís. No estaba muy segura. Dejé caer la fregona al suelo, me agaché y empecé a hacer fuerza para sacárselo de la boca. Olivia aspiraba con fuerza, haciendo un ruido parecido al de las trituradoras de papel. Conseguí sacarle casi todo el plástico de la boca pero el contenido de la bolsa fue directamente a su estómago. Acerqué el plástico a mi nariz, olía a chocolate.
Los que tenemos perro sabemos que no metabolizan la teobromina que contiene el chocolate, por lo que puede resultar tóxico. Nos fuimos a casa. Intenté llamar a un Uber para que nos llevase al hospital veterinario pero mi iPhone decía que no tenía la versión de iOS necesaria. Intenté actualizarla, tampoco tenía la memoria necesaria. La otra aplicación de coches que tenía era Cabify pero no me dejaba añadir un método de pago. Me sentí abandonada por el mundo tecnológico, dejada a mi suerte en medio de una crisis ansiedad. Entonces hice lo que toda mujer desesperada haría: llamar a mi marido para que viniese a rescatarme.
Las que hemos visto muchas películas sabemos que la solución del rescate no es siempre la más sencilla ni la más rápida. En esos días la Ley de Murphy funciona a la perfección. Daniel estaba reunido con gente importante de países lejanos y exóticos y no contestaba al teléfono. Para colmo, los veinte euros que había en la caja de latón de la cocina y que me hubiesen permitido pagar nuestro viaje en efectivo, habían desaparecido. Quería llorar pero esperé. Cuando me cansé de esperar volví a poner el arnés a Olivia y salimos a la calle como dos huérfanas en busca de un taxi. Por suerte, nada más salir, Daniel, el padre de la trituradora de papel, llamó para decirme que un Uber me recogería en la puerta de casa. Quedamos en vernos en la consulta del veterinario. Cuando Daniel llegó, a Olivia le habían hecho un lavado de estómago y estaba moviendo el rabo. Yo había pagado con la tarjeta de crédito. Un final típico para alguien que tiene un perro.
Tamara Tossi ©