Hamburguesas y leones
Tengo que confesar que me he pasado el último año de mi vida intentando no entrar en el McDonald’s que hay enfrente de mi estudio de yoga

Tengo que confesar que he pasado el último año de mi vida intentando no entrar en el McDonald’s que hay enfrente de mi estudio de yoga, al lado de los contenedores. Hasta ayer.
No me arrepiento. A mi favor diré que el profesor parecía un monje budista capaz de adivinar el canto de los pájaros a través del ruido del tráfico. Un hombre que se ha dignado a interrumpir su retiro en las montañas para enseñarnos a los simples mortales que la vida puede ser mucho más placentera si renunciamos a nuestras obligaciones y nos retiramos a un templo. Y también, que me había equivocado de hora y estuve a punto de abandonar antes de empezar y que al no hacerlo me sentí una mujer adulta. Una mujer capaz de lidiar con problemas de adultos. Una mujer que tolera la frustración y acepta asistir a una clase de yoga que no es la suya. El tipo de mujer que se merece una hamburguesa después de sudar la camiseta.
Eran las doce del mediodía y el McDonald’s estaba vacío. Me senté en la mesa más alejada de la ventana para no ver los contenedores. Tardé un rato en decidir si quería un menú Cuarto de libra o un McFish. Hacía años que esperaba que volviesen a poner el McFish. Era una señal. Pedí un menú Cuarto de libra grande. Todo iba bien cuando empecé a comérmelo. Las patatas gajo estaban calientes, la Coca-Cola Zero estaba fría. Y aunque la hamburguesa tenía cebolla, no pude quejarme. Con la emoción del momento había olvidado pedirla sin ella. El problema fue que un chico de unos veinticinco años se sentó en el sofá de enfrente y empezó a rugir como un león.
En yoga, la postura del rugido del león consiste en sentarse sobre nuestras rodillas, estirar los brazos y los dedos, sacar la lengua hacia la garganta y rugir como un león. La diferencia con el rugido de aquel chico era que su león parecía un gato asustado. Un gato al que han dejado solo en casa. Un gato que, al igual que yo, ha elegido un McDonald’s en el centro para descargar su ansiedad. Tuve ganas de rugir con él. Eso es lo que hubiese hecho una mujer adulta. En mi caso, me limité a terminarme la hamburguesa y beberme la Coca-Cola con los AirPods puestos. Puede que durante el año que he evitado entrar en McDonald’s no haya conseguido que mi vida fuera mejor, quizá debería plantearme la posibilidad de vivir en un templo.
Tamara Tossi ©