Dejemos de hablar de amor
Creo que es tan posible enamorarse de otro ser humano como hacerlo de una casa rodeada por varias hectáreas de jardín

Hablar de amor en estos días resulta tan irónico como hablar de cambio climático mientras paseamos por un centro comercial dentro de un aeropuerto internacional en el que, me acabo de enterar, también hay una piscina olímpica. Por eso no me considero una persona romántica. A mí me gusta hablar de jardines y de casas. Creo que es tan posible enamorarse de otro ser humano como hacerlo de una casa rodeada por varias hectáreas de jardín, un jardín frondoso, casi fluorescente, con tonos rojizos aquí y allá, parecido a un cuadro impresionista, si es posible, diseñado por Piet Oudolf.
Para mí, la probabilidad de vivir en una de esas casas no tiene nada que ver con el plano financiero, ni pienso, como les ocurre a algunos con el cambio climático, que tenga que hacer nada concreto para conseguirlo. Cosas más imposibles se han visto. Ese tipo de historias circulan sin parar por la red, gente que se hace millonaria de la noche a la mañana, ganan la lotería, se muere una tía que no sabían que tenían y, cosas de la vida, resulta que estaba forrada. En mi caso, reconozco que lo tengo un poco más complicado, no juego a la lotería y mi madre lleva toda la vida insistiendo en que mantenga una relación cordial con mis tías y tengo que decir que, aunque algunas de ellas tienen gustos refinados, no pienso que, llegado el momento, me pudiesen proporcionar ese tipo de placeres desde el más allá. Mi optimismo se lo debo a haber tomado la decisión, hace ya muchos años, de desobedecer a mi madre para dedicar mi tiempo, en lugar de para mantener una relación cordial con mis tías, a ver comedias románticas. Mi fuerza vital viene de ahí. Son esas películas las que me hicieron creer que puedo vivir en una casa con un jardín diseñado por Piet Oudolf siendo camarera en el bar del pueblo o trabajando de voluntaria en la librería. Si no tengo esa casa y ese jardín, es porque no estoy segura de que Piet Oudolf estuviese dispuesto a venir de vez en cuando a ocuparse de quitar las malas hierbas y yo no aceptaría que mandase a ninguno de sus ayudantes. Confío tan poco en los ayudantes como en las personas que se resisten a dejar de hablar de amor y sé que la negativa de sir Piet Oudolf a ser mi jardinero personal haría que las malas hierbas invadieran la casa, obligándome a buscar otro sitio donde vivir, que es, por otro lado, a lo que he dedicado gran parte de mi existencia.
Me he pasado la vida buscando sitios donde vivir y evitando a los ayudantes, los centros comerciales y a la gente que habla de amor. Ayer, por ejemplo, era temprano, no más de las once de la noche, estaba en la cama, tapada con una sábana y dos mantas finas, insistiré más adelante en la importancia de dejar de hablar de amor y de tener dos mantas finas, una manta gruesa resulta tan poco realista como confiar en que nos toque la lotería sin comprar ningún boleto. Si nos tapamos con una manta gruesa y tenemos calor la tiramos al suelo y cogemos la gripe y en lugar de esperar la herencia de nuestras tías, son nuestras tías las que esperan la nuestra. Sin embargo, dos mantas finas nos permiten regular nuestra temperatura. La cuestión es que estaba tumbada boca arriba, debajo de la sábana y de las dos mantas finas cuando me di cuenta de que ya no pertenecía a las cuatro paredes que me rodeaban. Era una sensación física. Esas paredes, al igual que los muebles y los libros y el armario y las lámparas de noche, me resultaban del todo ajenas. Objetos de otra época puestos por alguien que tenía mi misma voz y las mismas manchas en la cara y que pensó que eran bonitos o prácticos. Puede que lo fueran, nunca lo sabremos, ese tiempo ya pasó.
No quiero volver a escuchar hablar de amor y no quiero dejar de buscar sitios donde vivir. Sé que si lo hago, la posibilidad de acabar viviendo en una casa con un jardín diseñado por Piet Oudolf parecerá una idea romántica. Y entonces, llegará la peor parte, empezaré a cuestionarme la posibilidad de que sea su ayudante el que se ocupe de mi jardín. Y no sólo eso, también empezaré a plantearme los problemas financieros y me arrastraré hasta el centro comercial para comprar una manta gruesa que me entierre en las profundidades del colchón donde estoy segura de que sólo hay polvo y látex y restos de ese amor al que todavía intentamos poner palabras.
Tamara Tossi ©