Decepcionar o claudicar esa es la cuestión
A menudo, las mujeres creemos que nuestra futura relación con nuestros hijos dependerá de la calidad de la relación que tuvimos con nuestras madres
Hace unos días, enfrente de una hamburguesa y unas patatas fritas, hablaba con una amiga sobre lo difícil que son las relaciones de las mujeres con nuestros padres, en especial, con nuestras madres. Y, precisamente, estos días he estado leyendo a Vigdis Hjorth, una autora noruega, que además de llevarse todos los premios que existen en su país, en su libro La herencia, demuestra que sabe mucho del asunto del que hablaba con mi amiga.
«No sentía ningún amor por mi madre, ninguna añoranza, y esa falta de amor y añoranza era interpretada, entendía yo, como un defecto mío, algo que tenía que explicar y defender. Lo explicaba y lo defendía cuando Astrid me enviaba mensajes tipo solo quería que lo supieras. En algunos casos yo contestaba furiosa a esa clase de mensajes, porque Astrid se dirigía a mí como si fuera un asunto de voluntad, como si yo pudiera elegir aparecer por allí, mostrándome cariñosa y habladora» «Me empujaba una y otra vez dentro de ese papel de mala y yo me entristecía, ¡porque no podía! ¡las piernas no querían llevarme! Me estremecía cuando sonaba el teléfono y ponía número desconocido por miedo a que fuera mi madre».
En Apegos feroces, Vivian Gornick dice: «Anhelaba incesantemente alejarme de ella, pero no podía siguiera abandonar la habitación cuando ella estaba presente. Temía su regreso del trabajo, pero siempre estaba allí cuando volvía a casa. En su presencia, la ansiedad hinchaba mis pulmones (sufría opresión en el pecho y a veces sentía como si un aro de hierro me aprisionara la cabeza), pero me encerraba en el baño y lloraba a raudales por su culpa». Y un poco más adelante, continúa «Su influjo se ansía como una membrana a mis fosas nasales, a mis párpados y a mi boca abierta. La introducía en mí cada vez que inhalaba aire. Me adormecía dentro de su atmósfera anestesiante, no podía escapar de la naturaleza apabullante y claustrofóbica de su presencia, de su ser, de su asfixiante y sufriente calidad de mujer».
Heráclito estaba convencido de que el carácter de las personas forja su destino y puede que sea así en el caso de la relación con nuestros padres, o en la relación más concretamente con nuestra madre. A menudo, las mujeres creemos que nuestra futura relación con nuestros hijos dependerá de la calidad de la relación que tuvimos con nuestras madres. No queremos ser desagradecidas, ni que el karma nos castigue. En el caso de nuestros padres es diferente, puede que ese hombre que puso una semillita hiciera lo necesario para que no muriésemos de hambre pero es con nuestra madre con la que mantenemos una relación salvaje, fue ella la que nos llevó dentro, la que nos sostuvo entre sus brazos mientras se preguntaba qué narices debía hacer con nosotras. No queremos decepcionar a esa persona, no concebimos que por el camino una de las dos partes haya dejado de querer a la otra. Se habla mucho del amor de los padres hacia sus hijos pero muy poco del amor de los hijos hacia sus padres. Presuponemos que el primero es instintivo y que el segundo se tiene que trabajar. Si un padre o una madre no quiere a su hijo es antinatura. Si un hijo no quiere a sus padres es egoísta. Por supuesto, esto es una versión simplista del problema. Una versión en la que obviamos lo que está medio.
Ya nos habíamos terminado la hamburguesa y no quedaban casi patatas en el plato cuando mi amiga me dijo lo que yo ya sabía, no quería decepcionar a sus padres. Nadie quiere, pensé, pero a veces, por desgracia, no hay más remedio. Decepcionar o claudicar, esa es la cuestión.
Tamara Tossi ©