Cocinar tus propios huevos
Si tenía que elegir, prefería morir dentro de diez años achicharrada que secarme, después de haber recorrido veinte kilómetros esquiando, con unas toallas manchadas de apio
Hace muchos años se creía que los hoteles tenían la misión de hacer que los viajeros descansaran y comieran algo caliente antes de continuar su viaje. Ahora, sin embargo, se sabe que los hoteles están para que alguien te pregunte por la mañana cómo quieres los huevos mientras intentas recordar si el cartel para que limpien la habitación lo has puesto del lado correcto.
El lado correcto es el que deja claro que lo que quieres es que alguien enjuague los vasos manchados de pasta de dientes y quite los pelos que se acumulan en el lavabo. El lado correcto es aquel a través del cual te puedes comunicar con la persona que se ocupará de poner las lámparas rectas y abrirá las cortinas. Cuando se trata de limpieza, el lado correcto es aquel que evita volver atrás, al momento en el que todas esas pequeñas acciones las tenía que hacer yo misma. Momento al que estuve a punto de volver hace poco. Me disponía a ir a desayunar cuando coloqué el cartel asegurándome de que lo que se veía era una fregona de la que salían unas estrellas que prometían que, cuando volviese de comerme mis huevos, mi habitación estaría tan limpia y resplandeciente como el día que llegué. Cuando todavía la batidora con la que viajo no estaba en el armario y las toallas no tenían restos del zumo de apio que me había preparado por la mañana, antes de ir a que un hombre con gorro de chef me cocinara dos huevos a la plancha con poco aceite. Lo que ocurrió es que cuando volví de la sala de desayunos, el cartel, en lugar mostrar la fregona con estrellas, mostraba a un hombre durmiendo a pierna suelta con un letrero que decía «no molestar».
Las dudas sobre mi propia consciencia fueron enormes. ¿De verdad había colocado el cartel por el lado de la fregona? Por supuesto que sí. Lo había comprobado varias veces. El papel estaba blando y si no tenía cuidado se caía sobre la moqueta, lo que hacía que corriera el riesgo de que mi habitación quedara en el limbo. Las camareras de pisos no sabrían interpretar las señales y, por respeto, y también por ahorrarse algo de trabajo, no limpiarían mi habitación. Y si no limpiaban mi habitación no quitarían las manchas de pasta de dientes del vaso del lavabo, ni me cambiarían las toallas manchadas de zumo de apio. Y si no cambiaban las toallas puede que el cambio climático se ralentizara pero ¿a qué precio? A uno demasiado alto, me temo. Si tenía que elegir, prefería morir dentro de diez años achicharrada que secarme, después de haber recorrido veinte kilómetros esquiando, con unas toallas manchadas de apio. En la vida existen unos límites. Y los míos tienen que ver con las toallas. Y con los huevos. A fin de cuentas, sabes que las vacaciones han terminado porque tienes que cocinar tus propios huevos.
Tamara Tossi ©
¡Bravo, Tami! ✏️🔥