Contrariamente a lo que se ha creído siempre, el enamoramiento no tiene nada que ver con el aspecto físico. Las mujeres nos podemos sentir atraídas por los ojos, las manos, o los pies simétricos de alguien, pero no es eso lo que nos enamora. Son otras cosas. Es su cabeza. Lo que esa persona guarda debajo de esa mata de pelo suave que se lava con champú de avena es lo que hace que nuestro pulso se acelere, incluso, que se pare por momentos, es amor.
Sin embargo, cuando yo era adolescente, se creía que lo que buscábamos las mujeres eran chicos guapos. Es decir, el capitán del equipo de fútbol, el socorrista de la piscina de la urbanización, el que jugaba al baloncesto solo contra la canasta los sábados por la tarde, y el rey de las chicas, el más guapo entre los guapos, el auténtico premio gordo: el que tenía moto. Sin embargo, a mí no me interesaba nada de todo eso. El fútbol me aburría, no confiaba en que un chico que es capaz de trabajar de socorrista, que por otro lado, considero que es el trabajo más aburrido del mundo, pudiese tener una conversación interesante, me molestaba el sonido de la pelota de baloncesto contra el asfalto y las motos me daban miedo. ¿Qué quería? Muy sencillo. Lo que yo buscaba era un chico interesante.
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