Hace algún tiempo leí un libro cuya protagonista era una chica que regentaba una tienda de postales en París. Vivía en un edificio de dos plantas, en la planta baja estaba la tienda y en la buhardilla su casa. Los fines de semana dormía con su novio, un francés rubio y guapo que los domingos se levantaba temprano para comprar croissants recién hechos en la boulangerie del barrio.
Recuerdo que en ese momento pensé que la escritora estaba intentando decirme algo. Casi podía escuchar los golpes en la mesa reclamando mi atención, oler el café y también la mantequilla de los croissants.
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